4 sept 2010





































Xiju


El agua de un lago

es en realidad la de siete,

divididos, contenidos.

Contra la orilla sur de la isla grande,

tres pilones de piedra

marcan los pasos

donde se refleja la luna.



El antiguo golfo cerró sus fauces

y los nombres de dos poetas

señalan las principales líneas divisorias.



Los Tigres Imperiales resucitan después de las tempestades.



LECTURA DEL POEMA




































Parque Juakong



Flores pequeñas. Arboles achaparrados.

Estanques abrumados por peces de tres colores.

Los soplos suaves que bajan de las montañas

tejen comentarios en las colmenas de lotos.



Sobre bancos, barandas de puentes

y ramas bajas,

los chinos se inmolan

en el blanco reposo de los gatos.

Arriba, los perfuma la masa celeste

de un cielo tenue.



LECTURA DEL POEMA






















Recuerdo de las artesanías de Suchow



Las bordadoras entrecruzan

hilos de seda de dos mil colores.

Paren pececitos de siete colas,

gatos maulas que juguetean con míseros saltamontes,

ríos y colinas,

comunas y brigadas,

un retrato de Lu Shun,

el gigantesco puente sobre el Yantsé.



Meses para la exactitud de la tersura.

Semanas para los matices que alcanza un rostro.

Los días van del anverso al reverso,

atravesados por el ojo de un aguja

por cuyas venas corren

dos mil colores de seda.




LECTURA DEL POEMA

























A orillas del Xiju


Sentado sobre el dique Su Tung Po,

entre alcanfores y una quietud exacta,

sopeso lo fútil de mis cercanías,

esa dimensión del tiempo donde se condensan los instantes.

(No deja de ser extraño, me digo,

que el célebre nombre de un antiguo poeta imperial

nomine a un terraplén de tierra arbolada,

vertebrado por dos puentes de piedra agreste.)

¿Cuántas tribulaciones me caben

en los dedos de una mano?



Cuento y repaso.



El agua se mece levemente

como si alguien zarandeara el planeta

al transportarlo en un cuidadoso acarreo.



Frágiles, los festones orilleros del agua cloquean

entre la debilidad del borde de pasto y resaca de humus,

carcomiéndolo, tornando exigua la demarcación

de su geografía.



Un par de sampanes cruza la espalda gelatinosa

del lago. Más atrás, entre sauces llorones

que chorrean apesadumbrados sus cabezas,

los niños permanecen atentos en la tarea

de ensartar grisáceos camarones de largas y transparentes antenas.



¿Dónde está mi sangre? ¿Y mis recuerdos?



No tengo hora. Esta ya carece de importancia.

Los enamorados se tocan apenas los hombros,

se rozan allí insinuando los abismos de la piel encastrada,

y miran fijo hacia donde se recorta la ciudad

y el agua teje su lento círculo.



En algún momento de este día,

mediados de un setiembre otoñal,

tendrá que sobrevenir la noche.



El lago se sumergirá con un perentorio olvido.

Un nuevo amanecer, jamás repetido, lo rescatará

con una inclemencia de naranjas.

Su agua será un fango brillante y aterciopelado.



Los peces saltarines no lograrán nunca quebrarlo.



La perfección de la armonía bosteza

en los ojos de una muerte apareada a la caída del sol.